El amor tiene una incidencia apaciguadora en los grupos humanos, establilizándolos y homogenizándolos, pero dicho poder (político) del amor encuentra un límite, un impasse. Es el problema que descubre Freud en El malestar de la cultura, cuando se da cuenta de que el poder apaciguador y unificador del significante amor, del líder o del Ideal, no significa la desaparición de las tendencias destructivas; es verdad que la ligazón libidinosa con otras personas, su puesta al servicio del ideal, tiene el efecto de controlar dichos impulsos; al respecto dice Freud (1921): “...toda esta intolerancia -la creada por el odio y la agresividad- desaparece, de manera temporaria o duradera, por la formación de masa y en la masa. Mientras esta perdura o en la extensión que abarca, los individuos se comportan como si fueran homogéneos; toleran la especificidad del otro, se consideran como su igual y no sienten repulsión alguna hacia él” (1979. p. 87-88).
Ese ambiente homogéneo y unificador de la masa, es el que se siente, por ejemplo, en un estadio de fútbol entre un equipo y su hinchada o en un concierto cuando los fans cantan junto con el cantante y todos se sienten unidos como hermanos, como formando un solo cuerpo, lo que se parece bastante a lo que sucede en cualquier rito religioso. Pero ¿qué sucede si dichos lazos de amor se debilitan? Se suscita un incremento de las tensiones y un deterioro de los vínculos entre los miembros de la masa. Si se observa el comportamiento de los seres humanos, es imposible admitir que el amor del líder solucione los conflictos entre ellos y haga la paz. A pesar de la cohesión amorosa de la humanidad por el poder unificante del amor, resta siempre un malestar. El amor de un líder no parece solucionar el malestar en la civilización -aversión, repulsa, odio, agresividad, discriminación, segregación, guerras, terrorismo, etc.-, y en ocasiones, es el mismo líder quien empuja a hacer el mal. “El conductor o la idea conductora podría volverse también, digamos, negativos; el odio a determinada persona o institución podría producir igual efecto unitivo y generar parecidas ligazones afectivas que la dependencia positiva” (Freud, 1979, p. 97).
El malestar que persiste en la cultura testimonia del fracaso del amor para resolver el empuje del hombre a satisfacerse con el mal. Y aquí en este punto, se llega a un límite claro para la incidencia política del significante Amo (amor). A partir de aquí, la incidencia política del psicoanálisis en el malestar será otra, es decir, será otra la posición política del psicoanálisis respecto de ese malestar que el significante amo no logra absorber en su actuación.
En este punto, nos dice Miller (1997), Freud se corrigió a sí mismo: “Si uno piensa, no sólo en las Fuerzas Armadas y la Iglesia sino en la sociedad humana como tal, es imposible admitir que el significante Amo solucione y haga paz: y esto es lo que Freud desarrolla en El malestar en la cultura. Este texto es la corrección freudiana a Psicología de las masas... sin duda, toma en cuenta el poder apaciguador del significante amo, de la cohesión amorosa de la humanidad. Pero observa que, a pesar de ese poder, resta lo que él llama un malestar. Es decir, el significante amo no soluciona la paradoja del goce. (...) El malestar en la cultura es el testimonio del fracaso de la identificación significante, de la identificación simbólica, y del fracaso del amor fundado en la identificación simbólica, para resolver el problema del goce.” (p. 47).
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