441. Más allá del principio del placer: repetición compulsiva de lo displacentero.
¿Cómo llega Freud a plantear su concepto de compulsión a la repetición
como eterno retorno de lo igual? Freud observa una serie de fenómenos
clínicos que contrarían lo planteado en su teoría con respecto al
principio del placer, principio que gobernaría el funcionamiento del
aparato psíquico y que consiste en que el psiquismo busca el alivio de
toda tensión producida, ya sea por estímulos externos (demandas de la
cultura) o internos (demandas pulsionales), pero Freud se encuentra con
un par de fenómenos que contrarían el principio del placer. El primero
son los sueños traumáticos en los neuróticos y los sueños que
manifiestan el recuerdo de los traumas psíquicos de la infancia, sueños
que ya no pueden ser pensados como cumplimiento de deseo, ya que dichos
sueños –los primeros– “reconducen al enfermo, una y otra vez, a la
situación de su accidente, de la cual despierta con renovado terror”
(Freud, 1920, pág. 13), como si el sujeto quedara psíquicamente fijado
al trauma. Sobre los segundos, Freud dirá que dichos sueños recrean un
trauma de la infancia, convocando de nuevo lo olvidado y reprimido, de
tal manera que el funcionamiento del aparato psíquico contradice el
principio del placer. Si se supone que el sujeto evita y reprime
situaciones que le son displacenteras, ¿por qué hay sujetos que reviven
dichas situaciones? Se repiten, pues, experiencias manifiestamente
displacenteras, haciendo difícil comprender por qué el sujeto las
recrea, o qué tipo de satisfacción encuentra en dicha reproducción, de
tal manera que, en esta compulsión de repetición, resulta difícil poner
de manifiesto la realización de un deseo reprimido.
El segundo fenómeno que llama la atención de Freud, son ciertas situaciones traumáticas, es decir, displacenteras, que el sujeto no pareciera reprimir, sino que las reproduce, las repite, a pesar del malestar que le producen. Freud va a encontrar ésto particularmente en el juego de los niños, ya que ellos repiten en aquellos vivencias que les son penosas, tal y como lo observó en “el primer juego, autocreado, de un varoncito de un año y medio” (Freud, 1920, pág. 14), el famoso juego del «fort-da» del nieto de Freud, en el que el niño arrojaba un carretel que sostenía con una pita tras la baranda de su cuna; así pues, el carretel desaparecía y el niño pronunciaba un significativo «o-o-o-o»; después, tirando de la pita volvía a recuperar el carretel saludando su aparición con un amistoso «Da» (acá está). Se trataba de un juego de hacer desaparecer y volver a recuperar un carretel. La interpretación que hace Freud de este juego es que el niño juega a admitir, sin protestas, la partida de la madre, es decir, juega a renunciar a la satisfacción pulsional. El niño “Se resarcía, digamos, escenificando por sí mismo, con los objetos a su alcance, ese desaparecer y regresar.” (Pág. 15). Como esta actividad no se concilia con el principio de placer, Freud se pregunta por qué el niño repite, en calidad de juego, una vivencia que es penosa para él. Se trata, pues, de una repetición compulsiva de lo displacentero y lo doloroso, que se sitúa más allá del principio del placer.
El segundo fenómeno que llama la atención de Freud, son ciertas situaciones traumáticas, es decir, displacenteras, que el sujeto no pareciera reprimir, sino que las reproduce, las repite, a pesar del malestar que le producen. Freud va a encontrar ésto particularmente en el juego de los niños, ya que ellos repiten en aquellos vivencias que les son penosas, tal y como lo observó en “el primer juego, autocreado, de un varoncito de un año y medio” (Freud, 1920, pág. 14), el famoso juego del «fort-da» del nieto de Freud, en el que el niño arrojaba un carretel que sostenía con una pita tras la baranda de su cuna; así pues, el carretel desaparecía y el niño pronunciaba un significativo «o-o-o-o»; después, tirando de la pita volvía a recuperar el carretel saludando su aparición con un amistoso «Da» (acá está). Se trataba de un juego de hacer desaparecer y volver a recuperar un carretel. La interpretación que hace Freud de este juego es que el niño juega a admitir, sin protestas, la partida de la madre, es decir, juega a renunciar a la satisfacción pulsional. El niño “Se resarcía, digamos, escenificando por sí mismo, con los objetos a su alcance, ese desaparecer y regresar.” (Pág. 15). Como esta actividad no se concilia con el principio de placer, Freud se pregunta por qué el niño repite, en calidad de juego, una vivencia que es penosa para él. Se trata, pues, de una repetición compulsiva de lo displacentero y lo doloroso, que se sitúa más allá del principio del placer.
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