Una gran parte del mundo se orienta resueltamente en el servicio de los bienes -es a lo que apunta la política de hoy, sierva del discurso capitalista- rechazando, forcluyendo todo lo que concierne a la relación del hombre con el deseo. Es esta oposición entre el deseo y los servicios de los bienes -es decir, entre el deseo y la demanda- lo que le da un lugar al psicoanálisis, a su ética y a su política en el mundo contemporáneo, en la medida en que sabe que la posición del hombre ante los bienes es tal que su deseo no está en ellos. El polo del deseo es el polo donde se puede medir la incidencia política del psicoanálisis, en tanto que él está hecho para operar la salida a los impasses que produce el discurso capitalista y el discurso de la política, a nivel del deseo y las demandas de felicidad del sujeto.
El deseo del sujeto no es algo colectivizable. Mientras que el discurso político busca hacer funcionar un «para todos», el discurso del psicoanálisis apunta a la pura diferencia, a lo imposible de universalizar. Esto imposible de universalizar -lo real en juego en todo discurso- es lo que para el político resulta insoportable en tanto que lo que quiere es gobernar, gobernarlo todo, es decir, él siempre apunta al «todo gobernable» -lo cual hace de gobernar una de las profesiones imposibles, junto con educar y psicoanalizar-.
Es en este sentido que se dice que la política también apunta a regular los modos de goce de los sujetos, poniéndolos a gozar a todos de la misma manera, lo cual es objetado por el malestar social. El nombre de ese malestar en cada sujeto se denomina «síntoma». Por tanto, se podría decir que el síntoma es la política del sujeto contra la política colectivizable del discurso imperante. La política del psicoanálisis tiene entonces por vocación cambiar en algo la economía de goce que se establece entre el sujeto, objetor del goce universalizado, y el discurso, administrador de dicho goce. Con una gran diferencia: el psicoanálisis no busca gobernar el plus de goce, sino elucidarlo. Y en esa elucidación, separar al sujeto del malestar producido por las demandas del discurso dominante, hasta producir “la condición absoluta, el «eso y nada más», el objeto que no tiene equivalente, que no es colectivizable, porque no vale para nadie más. Desde ese momento, el psicoanalista, en el sentido de psicoanalizado, es aquel que asume con conocimiento de causa su imposible de universalizar. No sale del mundo por ello, pero es ahí por donde se separa de las prescripciones del discurso corriente y por lo que se hace una causa de esta separación” (Soler, 1993). Es a partir de aquí que se puede entonces empezar a pensar en la incidencia política del psicoanálisis, es decir, si el psicoanálisis tiene o no una incidencia política en la modernidad.
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