Casi siempre la explotación sexual infantil, que por su incremento desmedido en los últimos años en los países en vía de desarrollo está empezando a ser visto como un problema de salud pública, despierta la indignación y la denuncia popular, pero ésto poco ayuda a la comprensión teórica de los resortes psicológicos de dicho problema. A esto se le suma el abordaje pedagógico y/o moralista que considera que el niño explotado sexualmente para la prostitución, es siempre una víctima. Si bien este tipo de problemática introduce la cuestión de la responsabilidad en lo tocante a dicho abuso –responsabilidad que compete establecer a la justicia o al defensor de familia, ya que se trata de un delito–, por la posición de víctima en la que es colocado el niño prostituído, se termina desconociendo, como lo hace el discurso capitalista, la dimensión subjetiva del menor víctima de dicha explotación. Es decir, que en la medida en que el niño es considerado «objeto» de explotación sexual, en esa misma medida se desconoce la posición del sujeto en relación con su palabra.
¿Y cuál es la importancia de esto, es decir, de la posición del sujeto en relación con su palabra? Que esto introduce la dimensión de la responsabilidad, no solamente del lado del explotador –proxeneta– o el abusador –paidófilo– como criminales o agresores, sino también, del lado de la “victima”. Pregunto de nuevo: ¿cuál es la importancia de esto? Que el niño explotado sexualmente no será confirmado en su lugar de víctima, desculpabilizándolo, sino que se podrán diseñar estrategias para escuchar al perjudicado con el propósito de orientarlo hacia la percepción de una «responsabilidad subjetiva personal».
Los defensores de familia, y en general, las instituciones dedicadas a la protección y prevención de esta problemática, terminan exculpando al niño si éste es víctima de prostitución forzada, haciéndole saber que él nunca ha hecho mal a nadie y que por lo tanto no es culpable de lo que le ha sucedido; además, pareciera esto lo más sensato para hacer con estos niños. Pero no abrir dispositivos para escuchar la “culpa” que pudiera sentir el niño objeto de explotación sexual, es una manera de desconocer la participación subjetiva, es decir, su participación como sujeto de pleno derecho, en lo sucedido. De cierta manera se repite o se asume la misma posición del abusador al desconocer la posición subjetiva del niño reduciéndolo a ser un puro y simple «objeto», a lo cual colabora el tratamiento que las instituciones de protección y el defensor de familia hacen del niño–víctima: se lo separa de la experiencia de explotación, como si esto fuese suficiente para anular el sufrimiento del niño (Gallo, 1999).
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