jueves, 5 de agosto de 2010

126. El espejo y yo.

Lo que le permite a un niño descubrir su propia imagen, es decir, hacerse a una idea de cómo y quién es él, es la relación con el semejante. La imagen que un niño se hace de sí mismo, él la recibe por «reflejo» de su realidad circundante, cuando su madre le habla de su cuerpo o cuando se le devuelve su imagen en el espejo. Este reconocimiento que el niño hace de sí se da bajo una ilusión de totalidad; es ilusorio porque, con respecto a la imagen en el espejo, los sujetos están en falta, ya que se hallan en un estado de prematuración.

En el momento en que los niños reconocen su propia imagen en el espejo -fase que se da entre los seis meses y el año y medio de vida-, se dice que están en falta porque neurológicamente no han alcanzado la madurez necesaria para desenvolverse con naturalidad en los movimientos. Es decir, que los seres humanos nacen en un estado de inmadurez neurológica tal que, comparándolo con los demás mamíferos, es el más «fetalizado». Es como si al ser humano le faltara madurar aún más como feto antes de nacer: un niño se demora un año para aprender a caminar, mientras que el crío de un animal mamífero camina a los pocos minutos u horas de nacido, y al poco tiempo ya está corriendo. El ser humano, en cambio, se demora para tener control sobre sus movimientos, en lo que se denomina psicomotricidad gruesa y fina: el manejo del lápiz, los cubiertos, correr, saltar, patear, etc. Para que un niño nazca completamente maduro a nivel neurobiológico, el embarazo de una mujer debería durar ¡dos años!

Es por esta inmadurez neurológica que se dice que el reconocimiento del cuerpo reflejado en el espejo se hace bajo la ilusión de totalidad, ya que la imagen en el espejo, con la que el niño se identifica, está completa: a ella no le falta nada. Pero la realidad es que el niño, precisamente por su inmadurez neurofisiológica, está en un estado de incompletud con respecto a esa imagen que para él es completa. Y por un momento, esa imagen completa se le hará amenazante con respecto a su estado de prematuración, lo que va a generar entre él y su imagen una tensión agresiva, que es constitutiva de todos los vínculos del sujeto con sus semejantes.

Esta identificación del niño con su propia imagen en el espejo, se constituye en un primer «acto de inteligencia» fundamental, producido por un proceso psicológico que le permite al niño la constitución del «Yo»; ahora él podrá decir, gracias a esa identificación: «ese que está frente a mí en el espejo, ese soy Yo»; podrá entonces reconocer su propia imagen en el espejo.

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