Las prohibiciones y los límites tienen un esencial carácter positivo y formativo. La ley es condición de la libertad y del «deseo», así como la disciplina, lo es de la responsabilidad y el orden. Establecer un límite define un campo de posibilidades al brindar unas reglas para obrar y comunicarse con los demás. Asumir la ley es reconocer que no se está solo. La ley, en tanto instancia tercera, es la que media en todas las relaciones de nuestra vida. Las normas y pactos sociales son los que regulan los vínculos laborales, de amistad y sexuales de todos los seres humanos. La ley es un poder que cobra a cada cual una cuota de sacrificio para poder vivir en sociedad.
La inscripción de la ley y la exigencia de una disciplina es un asunto de malestar para todo sujeto sometido a ellas. Aquel que hace respetar la norma o exige disciplina generará inevitablemente descontento. Esta molestia es el costo que todo sujeto debe pagar para gozar de los beneficios de vivir en comunidad. Ser agente de la ley o ser quien exige disciplina, implica estar investido de una autoridad que es reconocida y respetada.
El adulto actual, padre o maestro, no parece comprometido con su papel de agente de la ley y le da temor ser exigente. Muestra de ello es su ansiosa búsqueda por ser el compañero de sus hijos o el amigo de sus alumnos. Con esta actitud se destituyen de su lugar y pierden autoridad. Cuestionar la supuesta «fraternidad paterna» o la «amistad profesoral» no es negar que entre padres e hijos o profesores y alumnos puedan y deban darse relaciones de diálogo, cordialidad y respeto. Pero padres y maestros, en tanto agentes de la ley, no son semejantes a su prole y a sus discípulos. La semejanza e igualdad esta bien para la amistad, pero regirse por esta fantasía de igualación, negándose a ejercer una autoridad, termina por diluir el necesario sometimiento del hijo y del alumno a la ley, y de paso, se degrada la figura del padre y del maestro, los cuáles se quedan sin piso para exigir de aquellos el cumplimiento de una disciplina y el respeto por la autoridad (Gallo, 1998).
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