Angustia y depresión, dos afectos con los que recibimos el siglo XXI. Ellos se vinculan con la expectativa hacia el futuro, las relaciones de pareja, la sobrevivencia, el éxito, la enfermedad, la vejez, la soledad, etc. El sujeto contemporáneo parece condenado al sufrimiento interior, a la vez que cierta racionalidad tecnológica se ha dedicado a la venta de una ideología según la cual las personas no sufren, sino que padecen de una alteración en su funcionamiento, imponiendo la oferta de artificios que supuestamente servirían para restablecer la normalidad.
«Hay que ponerse a funcionar» es el mandato que subyace a esta ideología, mientras que en el imaginario colectivo proliferan creencias de naturaleza religiosa acerca de drogas paradisíacas que salvan de la diaria desazón. El mandato también reza: «Hay que ganar tiempo», dejando a un lado el ejercicio del pensar, de hacer preguntas fundamentales sobre nuestro ser y nuestra existencia.
¿Cómo librarse de estos imperativos y ponerle freno a estas demandas fijadas por la sociedad de consumo? Habría que darle cabida a la palabra y a la escucha; que los sujetos puedan cuestionar su posición como seres humanos y elaboren así una salida a su malestar. Se requiere también de un diálogo permanente con los saberes y las prácticas a las que todo esto atañe: los profesionales vinculados a la salud, los cuales viven diariamente el conflicto que se presenta entre ayudar al paciente en su padecimiento o encasillarlo en síndromes y tratamientos prefabricados, cuya ineficacia, cada vez más patente, pone al desnudo su artificiosa legitimidad.
Se necesita, entonces, de profesionales que no se conformen con recetar un medicamento ante la angustia y el dolor del paciente; antes de apresurarse a responder a la demanda del paciente, escuchar lo que le pasa, por qué le pasa, y cuál su responsabilidad en lo que le ocurre. Es una salida por la palabra. Escuchar al otro abre el camino al tratamiento del malestar que le produce a los seres humanos su vida cotidiana.
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